Con el tiempo me di cuenta que esa tarde, había sido testigo de la despedida de Mendoza y de su querida Gimnasia y Esgrima, de su ídolo máximo, Víctor Legrotaglie, quien se iba a jugar al “futbol grande”, a Chacarita Juniors.
Y aquella tarde comencé a descubrir lo que es el amor a estos gloriosos colores blanquinegros, a los “men-sanas”, a ese Lobo, que más adelante llenaría muchas páginas gloriosas en el fútbol nacional.
También descubrí que ese señor de la camisa rallada blanca y negra, no era otro que el “Ñato Díaz”, aquel puestero de la feria, hincha fanático del Lobo, que cada domingo dejaba sus pulmones en la tribuna, gritando su tradicional “ Gim .....na......sia.........Gim...na......sia.........Gim....na.....sia “ y aquel a quien llamaban “Panza”, era Mario Hernán Videla (p) , un defensor que dejaba la vida en cada jugada.
Ese fue el inicio de mi idilio con los colores blanquinegros, el comienzo de una pasión que ya lleva 50 años. Atrás habían quedado los tiempos en que mi viejo llegaba de Monte Coman a estudiar la secundaria, y que con la obligación de cursar Educación Física, los pusieron adentro de la cancha del Lobo, ya que ahí era adonde concurrían los alumnos del Colegio Martín Zapata para cumplir con esa materia. Y también allí comenzaría el amor a esos colores que luego le trasmitiría a sus posteriores generaciones.
¡50 años! Parece mentira. Casi la mitad de los de la vida del Club. Si todavía me parece estar viviendo aquellos domingos de la década del 60. Domingos soleados que comenzaban en la mañana tomando café en un lugar clásico y futbolero: el Sorocabana. Allí entre pocillo y pocillo servido por Abril o por Pipo, aquellos cafeteros que más tarde serían propietarios del lugar, comenzaban a despuntarse los comentarios del partido de la tarde.
Ya estaban ahí la voz gruesa Coco Ruiz, la chillona de Fermín Riquelme, Fernando Ruiz, y otros más que mi memoria hoy no recuerda. También compartía el café el “leproso” “Pirulo” Giampaoletti, que alguna vez perdió una apuesta con mi padre después de un clásico, y que tenía que ir al café vestido de cura durante una semana.
Pero “no se animó a cumplir la apuesta perdida, y durante casi un mes no apareció por el lugar.
Y también estaba Lucio, ese fanático de Independiente, que vendía billetes de lotería, y entre décimos y enteros, se arrimaba a la rueda a emitir comentarios futboleros. El mismo Lucio a quien hoy, casi 50 años después, todavía vemos en una tribuna vendiendo cigarrillos voceando su ya tradicional: ”Muchachos, llegó la salú....a los pucho, a los pucho”
En el medio de todos ellos estaba yo, de pantalones cortos y aprovechando los chocolates que me compraban en el quiosco de Don Escribano.
Y luego de los comentarios, a la casa a disfrutar de los tallarines del domingo, y mientras mi vieja, mi hermana y mi abuela quedaban deglutiendo el postre, mi viejo y yo tomábamos el tranvía y partíamos de nuevo al café, adonde empezaba la verdadera previa del partido.
Ya habían vuelto los mismos que habían estado en la mañana y se incorporaba Salomón Bonfil, con su hijo Serafín que era pocos años menor que yo. La rueda se agrandaba con los comentarios. Eran años en que los cafés al paso no tenían mesas en la calle, sino que las barras de amigos se juntaban en la puerta formando una rueda.
A veces se incorporaba a compartir los comentarios Domingo, el lustrabotas que ya era tradicional en esa parada, y que alguna vez se hizo famoso haciendo un comercial para la tele de una pomada para zapatos.
Se acercaba la hora del partido, y partíamos rumbo a la Juan B. Justo (por lo que recuerdo aún no se llamaba Lencinas) en el Buick 47 de Salomón Bonfil.
Ya en la cancha, ubicados en las plateas bajas (todavía no existía la platea alta), mientras esperábamos la hora del partido, disfrutábamos viendo la reserva y ahí comenzábamos a gozar de jugadores que tenían nivel para estar en primera, pero a la cancha con la primera se entraba solo con once. Los demás integraban la reserva, el partido preliminar. Eran épocas en que no había bancos de suplentes ni cambios. Sólo se permitía el cambio del arquero y únicamente por lesión.
Entonces podíamos ver en el encuentro previo a Bertolani, el marcador de punta que reemplazó al “Polaco” Torres cuando éste se fue a jugar a Banfield. También estaba el “Pinky” Núñez, ese número 10 tan hábil y goleador, o Tavano, un wing izquierdo que pedía a gritos llegar a la primera.
Postal que dejó el "Chiquito" Bertolani en 1960
Y como la frutilla del postre, el partido principal. A disfrutar del buen juego del Panza Videla padre, de la prestancia del recordado “Bola” Sosa, el sacrificio del “Pato” Silva, el ir y venir del “Geniol” Ledesma, un adelantado de lo que hoy llaman “carrileros”, las corridas de Piantino, el buen juego del “Documento” Ibáñez y el oportunismo del “Mono” Montes de Oca.
Pero el equipo tenía un eje, un conductor, un virtuoso, alguien que ocupaba un lugar solo reservado a los grandes del fútbol: era Víctor Legrotaglie, el “Maestro”, el “Nene”, el “Patón” o simplemente,”El Víctor”.
En aquella época fueron los pioneros junto con el “Cachorro” Aceituno, y a los nombrados Bola Sosa y Documento Ibáñez con el resto de sus compañeros, del famoso.....” y toque, y toque lobo, toque”, ese grito de guerra que inundó las canchas mendocinas cuando el Torneo de la Liga se engalanaba con campeonatos sumamente parejos y con jugadores de gran nivel en los otros equipos. Torneos de canchas llenas, con jugadores en los otros equipos que quedaron en la historia del futbol mendocino, como Pedro Palazzo en Maipú, Aliendro en Independiente, Lumbia en Huracán Las Heras, el “Negro” Camargo en Godoy Cruz.
El gran nivel de estos jugadores y de otros más hacían mucho más valederos los triunfos del Lobo, ya que se lograba ante equipos que tenían también grandes jugadores.
Pero sería injusto si no nombrara en esta reseña a dos jugadores que llegaron de Buenos Aires en aquellas épocas del fútbol platónico gimnasista. Me refiero al “Turco” Curi y al “Cholo” Converti. Este último venía a aportarnos toda la experiencia que significaba haber jugado en primera en Banfield, y jugar dos finales de campeonato junto con Pizzutti (quien años después sería técnico del Lobo) contra el Racing Club de Avellaneda.
Pero volviendo a mis recuerdos de un partido, al final del mismo, otra vez en el Buick 47 partíamos con rumbo al Sorocabana. Al pasar por la calle Juan B. Justo, en la vereda de lo que había sido el 1414 (un antiguo conventillo muy famoso en Mendoza) la gente salía a la calle con banderas a compartir los festejos con los que volvían de la cancha. En el regreso, alguien prendía la radio del Buick para escuchar los comentarios del partido de Luis Lopez Castagnou o de Vicente Manuel Azcona, quienes habían compartido una transmisión deportiva con Antonio Bibiloni o con Marcelo Houlnè.
Y otra vez ya de vuelta en el café, los comentarios, las discusiones de aquellos que se enojaban con un jugador, y los que lo defendían, pero siempre dentro de un marco de amistad. Y el domingo futbolero terminaba ahí. Subíamos de nuevo al tranvía y viajábamos hasta nuestra casa en Godoy Cruz.
No eran épocas de televisión ni de “Fútbol de Primera”. Eran épocas del fútbol visceral, vivido en carne propia, llevado en la sangre.
El fin de semana futbolero se cerraba al lunes leyendo los comentarios de la Sección Deportiva del Diario Los Andes.
Solo quedaba esperar una nueva semana para volver a vivir el fútbol, para volver a ver al Lobo .
Eduardo Osvaldo Casares. (Eduardo Lobo)
Dedicado a la memoria de mi padre, Osvaldo Casares, de cuya mano empecé a conocer la pasión por estos gloriosos colores blanquinegros.