Y de nuevo en Gimnasia de Mendoza, repitiendo la historia del gran Legrotaglie que había dejado vacante su corona, apareció en los ochenta un pibe que se metió en el corazón de los blanquinegros, en el mismo momento que debutó en primera, a pedido de los fanáticos mensana.
No cualquiera podía jugar en un equipo que jugaba los viejos Nacionales de Primera de los ochenta, unos tras otro , y no cualquiera llevaba la batuta de escuadras en los noventa, en donde las estrellas que lo adornaban partían como si fueran fugaces.
Porque valga la redundancia, el delgado mediocampista, no era cualquier jugador. Aquel flaco tenía el don en su zurda elegante, fina y desequilibrante, que llenaba los ojos de los hinchas, con un brillo que les hacía parpadear mientras vociferaban "este es de los nuestros".
Y es que en verdad era parte de ellos, porque jugaba maravillosamente al fútbol, en el club de camiseta blanca y negra, que amó y veneró como pocos, respetando, los gustos futboleros, del pueblo de Juan B. Justo.
Si ya son demasiadas pistas, hablo de Omar Ricardo Olguín, el que se ganó el derecho de generar sus recuerdos.
Por Carlos E. Guzzo